Discurso de la delegada del Gobierno, con motivo del Día de la Constitución 2014.

Discurso de la delegada del Gobierno, con motivo del Día de la Constitución 2014.

05/12/2014

Conmemoramos el aniversario de la Constitución Española, en un momento histórico en el que se está poniendo gravemente en cuestión el fundamento sobre el que se asienta la Carta Magna, que es la gran nación española, y el proceso de Transición que permitió sentar las bases de nuestra convivencia.

Algunos, que se presentan ante los ciudadanos con soluciones mágicas para todo, parecen ignorar que hace ya 36 años, los españoles dieron durante la llamada Transición una muestra sin precedentes de cordura, espíritu colectivo, visión de Estado, responsabilidad y, sobre todo, lealtad institucional.

Se ignora que la Constitución de 1978 es símbolo inequívoco de libertad, enterró una dictadura y abrió las puertas de la democracia, proclamó derechos inviolables con el refrendo de los partidos de todas las ideologías y de todos los españoles y puso fin, en un momento decisivo de nuestra historia, a las incertidumbres sobre el futuro de España, creando una nueva estructura institucional y tratando de garantizar la cohesión territorial.

La Constitución fue el fruto del diálogo y de un gran pacto de convivencia en el que todos perdieron algo, para que todos ganaran mucho.

No hubo en su elaboración posturas inflexibles, posiciones irreconciliables, ideologías dominantes, odios insuperables, ni propuestas excluyentes.

Por encima de todo estaban España y los españoles, y todo lo que nos unía, todo cuanto conformaba nuestra seña de identidad y nos identificaba como una gran nación.

Aquel ilusionante 6 de diciembre de hace ya 36 años, todos los españoles, por primera vez en nuestra historia, fuimos llamados a ratificar y aprobar la Constitución mediante referéndum.

Casi cuatro décadas después, el balance de aquel empeño colectivo que cristalizó en la Constitución de 1978, sólo puede calificarse de positivo.

Algunos, hoy, en su análisis interesado y oportunista de la realidad, y haciendo gala de un clamoroso desconocimiento de nuestra historia, se han referido a la Constitución llegando a calificarla de “cerrojo”.

Es un análisis tan injusto, como equivocado y tendencioso.

Porque, muy al contrario, la Constitución de 1978 no fue un cerrojo, sino una llave que abrió en España la puerta de las libertades, de los derechos objetivos y subjetivos, y de la autonomía política y funcional de todos los territorios.

La Constitución puso fin al modelo centralista imperante históricamente y, si algo cerró, sólo fue la división entre los españoles, las pretendidas desigualdades territoriales y la ausencia de democracia en las instituciones.

Cierto es que el modelo constitucional puede y debe readaptarse a las necesidades del siglo XXI, para subsanar las deficiencias que hayan podido apreciarse en el desarrollo del modelo territorial, adecuar sus planteamientos a nuevos escenarios y necesidades económicas y sociales, o cualquier otro requerimiento sobrevenido.

Nada hay que lo impida.

Porque la Constitución no es un texto inamovible, una verdad revelada o un dogma incuestionable.

Es, sencillamente, el fruto de un pacto basado en el diálogo y el consenso, y estructurado sobre dos elementos nucleares:

La soberanía nacional, que reside en el pueblo español, y la indisoluble unidad de la nación española.

No en vano ambos conceptos se sitúan en los artículos primero y segundo de la Constitución, y sobre ellos se construye toda la arquitectura constitucional.

Corren ya desde hace tiempo vientos disgregadores, generados, en unos casos, por quienes consideran que la Constitución es sólo un medio para alcanzar un fin y, partiendo de este criterio, pretenden romper la unidad nacional, y hacerlo además de manera unilateral.

En otros casos, por quienes quieren abordar una reforma que, fundamentalmente, se plantea con la idea última de configurar un modelo de Estado que, desde el punto de vista competencial, y al margen de su denominación, en la práctica ya existe.

Y, también, la Constitución está en el punto de mira de quienes pretenden hacer tabla rasa de nuestra principal norma de convivencia, con intenciones poco claras. Poniendo así en riesgo la norma que nos ha traído el periodo más largo de estabilidad y desarrollo de nuestra historia reciente, al utilizarse como referencia modelos constitucionales de otros continentes, cuya aplicación práctica ha generado democracias que de tales sólo tienen el nombre.

Nosotros no podemos, ni debemos, ni queremos seguir esos modelos que coartan las libertades.

Se equivocan quienes, desde una u otra perspectiva, pretenden dejar de lado o enterrar sin más la Constitución.

Porque la Constitución prevé en su articulado la posibilidad de reforma, de revisión total, o de revisión parcial, para adecuarse a las nuevas necesidades.

Pero requiere para ello de mayorías cualificadas y de su ratificación mediante referéndum nacional, con el fin de que no pueda ponerse en peligro aleatoriamente uno de los principales valores de la Carta Magna, como es su contribución a la estabilidad de España.

Cualquier otra vía que pretenda alterar la Constitución es jurídicamente ilegal, políticamente desleal y socialmente disgregadora.

Abordar la reforma constitucional es, además, absolutamente inviable sin dos planteamientos esenciales: consenso y lealtad institucional.

No contribuyen, desde luego, a esa lealtad institucional, los dirigentes políticos de algunas comunidades autónomas que, de forma interesada, y en un ejercicio de irresponsabilidad alimentan la diferencia en detrimento de la convivencia y potencian lo que nos separa, y no lo que nos une.

Esos dirigentes que alientan el separatismo desde las instituciones, y no el pueblo catalán, al que respetamos y queremos, son el problema.

Todavía es más desleal la actitud de algún partido de nuevo cuño que llega a renegar del concepto mismo de nación, limitándolo a una simple suma de espacios físicos que pueden separarse aleatoriamente como si fuera un puzzle.

Se trata de partidos radicales que, por serlo, se equivocan radicalmente, al olvidar que España no es un país de países, que no existen ni pueden existir 17 Españas, porque somos un Estado nacional, con todo lo que ello supone.

Pero no hay que caer en el pesimismo.

Porque, por encima de todos estos planteamientos está el concepto de nación, como patrimonio histórico y cultural común, forjado a lo largo de muchos siglos.

En esa síntesis de sentimientos sin exclusiones, en ese patrimonio colectivo que configura un alma indivisa e indivisible radica, precisamente, el concepto de nación española que nos une, nos ha hecho fuertes y nos ha ayudado a superar tantas dificultades a lo largo de la historia.

De esa historia colectiva que, por serlo, es de todos, y debemos tener el sentido común necesario, para que siga siéndolo. Al margen de ideologías, intereses partidistas o diferencias personales.

Sólo así podremos garantizar la convivencia entre los españoles y afrontar con éxito el futuro de esta gran nación que es España.


Muchas gracias